Todo
Estado se fortalece o debilita en función al tipo de Gobierno que tenga.
Un
Estado, entendido –desde uno de sus ángulos– como el conjunto de instituciones
que tienen la finalidad de administrar los asuntos públicos, cumple sus fines
de regular la vida de una población, en el marco de su territorio nacional,
soberana e independientemente, si es que quienes hacen su gobierno respetan el
ordenamiento político adoptado y el suscrito con la “comunidad internacional”.
Son,
entre otros aspectos, las reglas de juego con las que se eligen y/o designan
sus gobernantes (Gobierno) y la forma de ejercer ese poder conferido,
considerando que existen muchos Estados con estructuras semejantes, lo que
define el perfil de un país; su ubicación ante los ojos del mundo y de la
también denominada “sociedad internacional”.
Todo
Estado, por más pequeño que sea su territorio población o PBI, debe aspirar a
tener un gobierno democrático –que no solo es elección periódica de
autoridades– y ser respetado y admirado por su conducción por sus pares en el
mundo. Una máxima y a la vez objetivo ignorados y manoseados por unos cuantos,
escudados en el paraguas de la soberanía.
Es determinante
que un Estado, en su organización político territorial –por ejemplo andino– de
distrito, provincia, región o departamento, sea gobernado por personas con
valores éticos y actitudes personales de rectitud y capacidades para generar
logros de gestión que beneficien a cada vez más personas.
En ese
sentido, considerando que quien hace Gobierno es un gestor y administrador del
Estado, corresponde –ejerciendo entre otros derechos los civiles y políticos–
promover ajustes a las reglas existentes de participación política, para elegir
gobernantes honestos. Aquellos que son transparentes en el uso de los recursos
y objetivos y no engañosos en su discurso. Los que tienen misión social o
espíritu de servicio y cultura del trabajo. El compromiso con su comunidad y el
cumplimiento de la palabra empeñada, sin miedo a ensuciarse las manos, además
de ser un visionario, innovador y de mente abierta a los cambios nacionales
regionales y mundiales, también deben ser foco de atención –antes de elegir– de
la población. No ser centro de problemas y más bien ofrecer soluciones a las
necesidades que emergen de los problemas estructurales existentes, ser
proactivo y buen administrador y orientar sus capacidades a logros, es lo que
debe orientar el sentido de un voto responsable.
Estas
características, que son consustanciales a un Estado con Gobierno democrático,
no están presentes –en este tiempo– en el perfil de muchos de nuestros
gobernantes, porque no son aspectos de valoración en la mayoría de electores.
Esta demanda es apenas de unos cuantos. En la mayoría de los países el voto
sigue siendo gaseoso (respaldo al que mejor me cae sin conocerlo) y caudillista
(elijo porque ofrece y convence de su capacidad de mejorar el país). También,
en las últimas décadas y con éxito, es antisistema y pro corrupción e
impunidad.
Son
contados los pueblos que apuestan por la defensa y ampliación de sus derechos
humanos, que no tienen miedo a participar y eligen a los mejores y tienen como
horizonte su vida con instituciones independientes y creíbles; que han
aprendido a vivir en democracia.
No es lo
mismo, entonces, Estado y Gobierno. Por regla, un Gobierno es ave de paso por
el Estado; aunque en algunos países –cuyos gobernantes se han apartado incluso
de las reglas que ellos mismos promovieron– la apuesta es el continuismo a
perpetuidad, incluso a “sangre y fuego”.
El Estado
es de todos y todas, es necesario conocerlo y desarrollar un sentido de
pertenencia para accederlo y usarlo mejor. Conviene evitar que cualquier
Gobierno se sienta dueño del Estado y lo secuestre, ellos están para servir a
la población y no para perseguirlos y abusarlos.
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