jueves, 25 de febrero de 2021

No debemos temerle a la muerte

Publicado en:
El Clarín (Cajamarca Perú)
TRUJILLOPRENSAPERU (Trujillo Peru)
Correo del Sur (Sucre Bolivia)
Los Tiempos (Cochabamba Bolivia)

Una forma de vencer a la muerte, es no temiéndole.

Casi todas las personas creen que no se debe hablar de la muerte. Lo consideran desagradable y propio de locos ponerlo en debate. Es un tema tabú, pese a su intermitencia en la filosofía, la ciencia, la religión, incluso el arte.

Hay quienes por pensar en la muerte no viven libremente, les aterra que ésta llegue en cualquier momento. Son prisioneros del miedo. No obstante, llevan una vida plagada de bajas pasiones y sin objetivos, ni misión social.

En otra vereda, porque hay muchas sendas que se optan, están los que creen que vivirán eternamente. No solo se aferran a lo material y son capaces de pelearse con un hermano o una hermana o el mundo por centavos, si no que maltratan y ofenden a sus congéneres en cada paso que dan. Son egoístas, ambiciosos, angurrientos y avaros. Pareciera, por la ceguera en la que viven, que ignoran que en cualquier momento expirarán.

Lo cierto es que la muerte es una ley natural inevitable que, tarde o temprano, nos llegará a todos y a todas. ¿Falso?, no. En vida los humanos son diferentes y se afanan por diferenciarse para sacar ventajas, ante la muerte todos y todas somos iguales.

En esa comprensión, al margen de cualquier valoración filosófica religiosa o posición ideológica que siempre existirá, lo que importa es cómo vivimos. De una persona ya fallecida sólo recordamos la forma en que vivió y lo que aportó para la construcción del mundo; uno mejor del que recibió.

No se trata de no pensar en la muerte, es entenderla como un proceso natural para el cual debemos estar preparados. Esto puede implicar miles de cosas, pero hay que hacerlo simple. La idea de que vamos a morir no debe ser un generador permanente de zozobra e inquietud. Debemos asumirlo como algo normal.

Estar preparados para la muerte es vivir una vida plena, de manera que cuando nos llegue la hora podamos ser despedidos sin arrepentimientos. Todos y todas merecemos una dulce muerte, por eso debemos tener una vida bien empleada.

Una vida plena puede ser entendida desde diversas dimensiones. Prefiero, siguiendo a María Luisa de Miguel Corrales, “aquella que se relaciona más con sentir que estas en el momento presente exactamente donde quieres estar, haciendo lo que quieres hacer, o lo que sientes que es importante hacer para lograr aquello que para ti tiene sentido y significado. Sentir que estas en el camino que has elegido con total consciencia, libertad y responsabilidad y, además, que estas caminando como tu quieres caminar, no como otros lo han decidido por ti o para ti, como otros te recomiendan o aconsejan, como otros aprueban, o como otros opinan. Y en ese camino, están las personas que has elegido que te acompañen, las personas con las que quieres caminar”.

En este tiempo de pandemia, como en otras que la historia humana registra, nos toca despedir a nuestros seres amados y amistades. Es inevitable que haya tristeza y dolor, pero estos serán menos con el paso del tiempo. No podemos rendirnos, debemos actuar con valentía, sin miedo y sin prisa por morir; porque aún hay mucho por hacer.

Una de esas cosas por hacer primero, es comprender qué es la vida y hacerla útil, poniéndola al servicio de los demás. Nelson Mandela, al respecto expresó, “cuando un hombre ha hecho lo que él considera como su deber para con su pueblo y su país, puede descansar en paz. Creo que he hecho ese esfuerzo y que, por lo tanto, dormiré por toda la eternidad.”

A la muerte hay que darle su lugar. Sólo es importante en la medida que nos motiva a darle valor a la vida, a lo que dejamos a los que nos suceden en su ciclo.


viernes, 19 de febrero de 2021

Cultura del odio

Publicado en:
El Clarín (Cajamarca Perú)
TRUJILLOPRENSAPERU (Trujillo Perú)
Correo del Sur (Sucre Bolivia)
Los Tiempos (Cochabamba Bolivia)

La mayoría de seres humanos, si no la totalidad, convivimos -de manera silenciosa- con odios fobias y miedos. No obstante, practicarlos en nuestra cotidianidad, no los reconocemos y tampoco aceptamos. Nuestros mecanismos de defensa los disfrazan, la mayoría de las veces, o encubren hasta invisibilizarlos; pero no por ello dejan de ser dañinos.

El reto es dominarlos y evitar que afecten a terceros o nos dañen a nosotros mismos. El odio, por ejemplo, predicado y puesto en la cabeza de la gente, se hace un arma letal y vuelve a los humanos que lo promueven y aceptan en seres altamente peligrosos.

Es fácil odiar y quién lo fomenta lo sabe, y hasta placentero le resulta, por las ganancias que le genera. Otros odian por desconocimiento, por falta de comprensión de aspectos sustantivos de la vida y sus acciones son comprensibles pese a ser injustas.

Sea cual sea la motivación, el contexto social para su desarrollo es favorable, considerando que aun vivimos en un mundo sin oportunidades para todos y todas y con aberrantes expresiones de injusticia y abuso de poder, entre otros planos, político económico y religioso.

El que odia vive prisionero de sus complejos y resentimientos, pasados y presentes, es desconfiado y rencoroso y no tiene capacidad de autoevaluación. Sin darse cuenta, incluso, por la disminución de su capacidad de razonamiento, una de sus varias expresiones nocivas, daña -al exponerla- a su familia y arrastra a ese esquema autodestructivo a los de su entorno; porque todos terminan siendo rechazados socialmente.

Los que odian y enseñan a odiar pierden horizonte, porque las cosas que ocurren en el mundo sólo son adecuadas si a ellos les conviene. Nada existe sin su participación y todo es inútil e inservible por el sólo hecho de que así ellos lo califican. No importa cuán bueno sea un propósito u objetivo, para quien vive y fomenta una cultura del odio siempre será un adefesio.

Por lo general estas personas no tienen amistades, porque en sus relaciones sólo hay intereses y beneficios. Descalifican con la velocidad de la luz. Si les resultas útil te buscan, de lo contrario no existes; porque la envidia que tienen -a todo- es descomunal y los ciega. Viven existencias utilitarias y vacías y -pese a sus discursos moralizadores éticos y principistas- sus actos los dibujan de cuerpo entero como humanos; porque ni siquiera la genuina historia o las reglas existentes respetan. Son malos perdedores, siempre.

Son extensiones de la cultura del odio el oportunismo, la mentira, la irresponsabilidad, el abuso de poder, el fanatismo, la vida fácil, la soberbia y otras taras humanas. Nadie se salva de sus ninguneos, atropellos y zarpazos. Son una bomba de tiempo cuando los que promueven la cultura del odio tienen inclinación por la corrupción y son parte del denominado mundo político.

La cultura del odio impide pasar página y reconciliarnos. Está estacionada en nuestra sociedad y tiene millones de rostros y voces en cada altitud y latitud. Es la madre de la vulneración persistente a nuestros derechos por los Estados y pretexto social perfecto para que sigamos como rehenes de la violencia y la muerte.

Nuestras diferencias, culturales religiosas políticas y de mentalidades, son parte de nuestra riqueza, no son problema. Son un factor común que nos une y no tienen por qué ser la razón de nuestros odios, que benefician siempre a quién los promueve utilizando el nombre de muchos.

Considerando lo que nos ocurre como humanidad en este tiempo, siguiendo a Mahatma Gandhi, debe ser un objetivo de vida no dejar que se muera el sol sin que nos hayamos deshecho de nuestros rencores y odios.

jueves, 11 de febrero de 2021

¡No todo está perdido!


Publicado en:
El Clarín (Cajamarca Perú)
TRUJILLOPRENSAPERU (Trujillo Perú)
Correo del Sur (Sucre Bolivia)
Los Tiempos (Cochabamba Bolivia)

Vivimos tiempos en los que el egoísmo, la mentira, la necedad, el abuso, la prepotencia, la imposición y, entre otras tantas taras humanas, los antivalores contaminan y taladran las relaciones humanas en su pretensión de penetrar, instalarse y perpetuarse.

No obstante, mientras existan humanos que adopten decisiones y ejecuten acciones equilibradas, coherentes, lógicas, justas, de desprendimiento y de renuncia en pro del bien común, el mundo tendrá razón de existir. En tanto sobrevivan hombres y mujeres con cultura de servicio –sin esperar nada en su beneficio–, haya gente que lucha por los derechos de aquellos que ignoran y no pueden defenderse, seguiremos siendo esperanza.

Aún hay gente buena. Personas que valoran la vida, destinan su tiempo para desarrollar acciones altruistas y de bien para sus pueblos. Seres que se respetan a sí mismos y que, en ese sentido, tratan al prójimo con verdadera bondad y fraternidad. Individuos que entienden la esencia de la dignidad del ser humano y se esfuerzan en darle contenido material y no en discurso, verbosidad y dogmatismos religiosos. Humanos que no ven con sospecha y duda a su sombra, que no se detienen en minucias ni formalismos, que no olvidan sus raíces y tienen sus sentidos abiertos y dispuestos para servir.

Hace unas semanas, una vez más, la vida me premió con una vivencia que enseña, orienta y enriquece mi espíritu. Dos de mis tíos más queridos de la “tercera edad” viajaron por más de 15 horas por unos trámites de Chepén a San Miguel y luego a Cajamarca en Perú. Estacionaron por unos minutos su vehículo en la plaza principal para comprar unos medicamentos, al ver otros autos parqueados. Desconocían las reglas de restricción vehicular. La autoridad municipal secuestró, sin su conocimiento, su vehículo en instantes y se inició su calvario en la ciudad donde murió el Inca Atahualpa. Enterado de lo que les ocurría “toqué varias puertas” desde Bolivia, en varios niveles institucionales, con el fin de ayudarlos y, cuando estaba por darme por vencido, apareció un abogado al que conocí en mis relaciones con la Universidad Antenor Orrego de Trujillo hace más de 18 años. José Manuel Rojas Villar no solo hospedó a mis tíos, sino que les dedicó dos días de su tiempo como abogado y solo se despidió de ellos cuando les devolvieron su vehículo. No pidió más que hacer lo mismo con cualquier prójimo en situación de necesidad.

Por eso sorprende que haya humanos que se afanen tanto por mantener y concentrar poder, bienes materiales, generar falsas imágenes de sí mismos con el fin de ser reverenciados. Decepciona aún más que para obtener estos “logros”, esos pobres seres no vacilen en atropellar y abusar de las reglas de juego existentes, que maltraten a los que llaman amigos o hasta den la espalda y se ensañen con sus propias familias.

Lo trágico, en este pantallazo de nuestro paso por este mundo, es que, por lo general, los que padecen de estos lastres pierden la perspectiva de que la vida es corta y que hay que recorrerla intensamente, despojándonos de cruces del presente y anclas del pasado. Les aterra hablar de la muerte, porque en el fondo saben que las consecuencias de sus actos y la forma como se vinculan con el mundo que los rodea, siempre los perseguirá.

Cada persona elije qué ser y cómo relacionarse con los demás. Sería bueno, en ese sentido, preguntar a los seres que decimos amar ¿cómo nos ven? y a los que llamamos amigos ¿qué valoración tienen de cómo nos vinculamos con el mundo?

Para que no todo esté perdido, trabajemos construyendo paz en cada ser. Solo si hay paz en el alma de los humanos, habrá sentimientos de amor por los mismos. Sin esos sentimientos, es impensable personas con capacidad de servicio.