La mayoría de seres humanos, si no la totalidad, convivimos -de manera
silenciosa- con odios fobias y miedos. No obstante, practicarlos en nuestra
cotidianidad, no los reconocemos y tampoco aceptamos. Nuestros mecanismos de
defensa los disfrazan, la mayoría de las veces, o encubren hasta
invisibilizarlos; pero no por ello dejan de ser dañinos.
El reto es dominarlos y evitar que afecten a terceros o nos dañen a
nosotros mismos. El odio, por ejemplo, predicado y puesto en la cabeza de la
gente, se hace un arma letal y vuelve a los humanos que lo promueven y aceptan
en seres altamente peligrosos.
Es fácil odiar y quién lo fomenta lo sabe, y hasta placentero le resulta,
por las ganancias que le genera. Otros odian por desconocimiento, por falta de
comprensión de aspectos sustantivos de la vida y sus acciones son comprensibles
pese a ser injustas.
Sea cual sea la motivación, el contexto social para su desarrollo es
favorable, considerando que aun vivimos en un mundo sin oportunidades para
todos y todas y con aberrantes expresiones de injusticia y abuso de poder,
entre otros planos, político económico y religioso.
El que odia vive prisionero de sus complejos y resentimientos, pasados y
presentes, es desconfiado y rencoroso y no tiene capacidad de autoevaluación.
Sin darse cuenta, incluso, por la disminución de su capacidad de razonamiento,
una de sus varias expresiones nocivas, daña -al exponerla- a su familia y
arrastra a ese esquema autodestructivo a los de su entorno; porque todos
terminan siendo rechazados socialmente.
Los que odian y enseñan a odiar pierden horizonte, porque las cosas que
ocurren en el mundo sólo son adecuadas si a ellos les conviene. Nada existe sin
su participación y todo es inútil e inservible por el sólo hecho de que así
ellos lo califican. No importa cuán bueno sea un propósito u objetivo, para
quien vive y fomenta una cultura del odio siempre será un adefesio.
Por lo general estas personas no tienen amistades, porque en sus relaciones
sólo hay intereses y beneficios. Descalifican con la velocidad de la luz. Si
les resultas útil te buscan, de lo contrario no existes; porque la envidia que
tienen -a todo- es descomunal y los ciega. Viven existencias utilitarias y
vacías y -pese a sus discursos moralizadores éticos y principistas- sus actos
los dibujan de cuerpo entero como humanos; porque ni siquiera la genuina
historia o las reglas existentes respetan. Son malos perdedores, siempre.
Son extensiones de la cultura del odio el oportunismo, la mentira, la
irresponsabilidad, el abuso de poder, el fanatismo, la vida fácil, la soberbia
y otras taras humanas. Nadie se salva de sus ninguneos, atropellos y zarpazos.
Son una bomba de tiempo cuando los que promueven la cultura del odio tienen
inclinación por la corrupción y son parte del denominado mundo político.
La cultura del odio impide pasar página y reconciliarnos. Está estacionada
en nuestra sociedad y tiene millones de rostros y voces en cada altitud y
latitud. Es la madre de la vulneración persistente a nuestros derechos por los
Estados y pretexto social perfecto para que sigamos como rehenes de la
violencia y la muerte.
Nuestras diferencias, culturales religiosas políticas y de mentalidades,
son parte de nuestra riqueza, no son problema. Son un factor común que nos une
y no tienen por qué ser la razón de nuestros odios, que benefician siempre a
quién los promueve utilizando el nombre de muchos.
Considerando lo que nos ocurre como humanidad en este tiempo, siguiendo a
Mahatma Gandhi, debe ser un objetivo de vida no dejar que se muera el sol sin
que nos hayamos deshecho de nuestros rencores y odios.
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