Sí lo sería. Una realidad, con múltiples expresiones, que la
encontramos en gran parte de los países con sistema de gobierno basado en la
separación de poderes; también llamadas naciones democráticas.
En nuestra región, entre otras razones, esta situación tiene
su origen en la forma en que se han desarrollado las relaciones institucionales
entre las ramas (órganos, poderes o funciones) políticas y el Judicial que es
eminentemente de naturaleza técnica y especializada.
El Ejecutivo -mayoritariamente- por el perfil desarraigado,
corrupto y antidemocrático de sus gobernantes, en sus diversos periodos, ha
preferido -aprovechando la inexistencia o débil carrera pública- la parálisis
(status quo), pero también el control político y la instrumentalización de
puestos clave del sistema de justicia; lo que les ha permitido perseguir a
opositores políticos y, entre otras formas, generar impunidad a sus crímenes
ligados al abuso de poder y a la corrupción.
El Congreso, ha tenido similar línea de conducta, pero
agravada, debido a que ha declinado de su función de fiscalización de los actos
de gobierno y ha permitido que se inicien y -en algunos países- afiancen los
procesos de copamiento político del Órgano Judicial. En algunos países,
especialmente en aquellos cuyos gobiernos pregonan tener un proceso
revolucionario, el Congreso funciona como apéndice del Gobierno Nacional. Suma,
el que históricamente han demostrado desinterés por construir un marco jurídico
coherente que permita a jueces, fiscales y otros operadores y administradores
de justicia, desarrollar sus funciones en orden a sus mandatos constitucionales
y del Derecho Internacional de los Derechos Humanos.
Junto al Gobierno, por acción y omisión, el Congreso
-siempre además de lo señalado- ha subordinado al judicial al aprobar mínimos
presupuestos que no cubren el servicio judicial siquiera en el 30 ó 40% de
municipios de los respectivos países. Se aprecia una relación de dependencia,
además, debido a que éste presupuesto está librado a la arbitrariedad de
congresistas, dos o tres ministros y el Presidente del respectivo Estado. En
Bolivia, por ejemplo, el presupuesto asignado al Judicial ha oscilado entre
0.54 y 0.58% del presupuesto general del Estado (menos del 1%), en los últimos
12 años.
El judicial, por su parte, ha demostrado escasos liderazgos.
Hugo Sivina Hurtado (Perú), Luis Paulino Mora Mora (Costa Rica) y Jorge Chediak
González (Uruguay) siguen siendo excepciones en la región, porque superaron la
comodidad de no hacer nada y promovieron propuestas concretas y viables para
sus respectivos países. Esta situación de parálisis se ha traducido en cuotas
de poder (para el control judicial al ejercicio del poder) perdidas, que los
políticos han tomado y que -paradójicamente- usan para enfrentar a jueces y
fiscales honestos a la población, agrediéndolos cuando les conviene.
En la mayoría de nuestros países los políticos carecen de
cultura político-jurídica, por eso no tienen vocación democrática y en esa
medida no entienden que apostar por una reforma integral al sistema de justicia
es construir un mejor país. Habría que renovar la “clase política” eligiendo
mejor; pero además mejorando el sistema electoral y promoviendo la coexistencia
de partidos políticos con representación nacional y alternancia periódica. Está
demostrado que los caudillos emergen y buscan su perpetuidad en aquellos
contextos en los que no hay partidos políticos fuertes.
Como se aprecia, existe una relación de maltrato
direccionada y permanente de los órganos políticos hacia el judicial que, pese
a las décadas transcurridas y millonarios procesos de reforma judicial
fallidos, no se ha superado. El sostenimiento de esta situación, además de los
propios órganos del Estado, encuentra responsabilidades en la población que
elige pésimos políticos (salvo algunas honrosas excepciones), los medios de
comunicación que no invierten en un periodismo judicial, las universidades que
optaron por vivir en su propia burbuja (el de la autonomía), las agencias de
cooperación que últimamente sólo se preocupan de “colocar” sus ayudas; pero sobre
todo en la mayoría de las organizaciones especializadas en materia judicial
(ONGs) que prefieren una relación complaciente con los gobiernos que los lleva
a la autocensura.
Queda claro que también hay países en los que el sistema de
justicia ha pasado a ser un apéndice del Gobierno Nacional.
A nuestros pueblos nos conviene que esta perversa relación de abuso de poder la cambiemos por una de respeto y no injerencia. Los que hacen política deben comprender este extremo y en lugar de seguir avasallando e instrumentalizando al judicial, deben promover su auto reforma, auto limitándose. Todo tiempo es bueno para este objetivo de construir un país con justicia.