Con compasión aprecio que aún hay quiénes se irritan, lo veo
siempre en los grupos en los que hago parte en redes sociales, cuando alguien
expresa -en general- opiniones que afirman la importancia del desarrollo del
“enfoque de género” en las políticas de Estado.
Llamar la atención, por ejemplo, debido a su frecuencia,
sobre el innecesario uso de expresiones “sexistas” por ser discriminatorias,
nos expone. También, entre otros, el uso del “lenguaje inclusivo” que alude, siguiendo
a Naciones Unidas, a “la manera de expresarse oralmente y por escrito sin
discriminar a un sexo, género social o identidad de género en particular y sin
perpetuar estereotipos de género”.
Esta semana me tocó apreciar algunos de estos arrebatos cuando,
en un gesto de cortesía, utilicé la frase “reciban un fuerte abrazo todos y
todas”. El androcentrismo, que como es conocido hace referencia a la aberrante
y primitiva práctica de otorgar al varón y a su valoración de las cosas una
posición central en las sociedades la cultura y la historia, no se hizo esperar
y buscó marcar terreno.
Es “moda”, "pose", "huachafería"
indicaron algunos. Otros adujeron que es afán por “distorsionar el lenguaje”.
Los más arraigados con su práctica simplemente ironizaron su uso y no dudaron
en poner como sus interlocutores válidos a personajes públicos que, por su
falta de “ubicatex” y pese a su renombre mundial, solo se han limitado -en el
curso de su vida- a defender un patriarcado decadente y obsoleto y relaciones
sociales basadas en privilegios viles del varón.
Sin duda, valorando que las palabras expresan lo que
pensamos del mundo y de las personas, se trata de humanos que viven anclados en
el pasado y que, en esa medida, se resisten a reconocer que el mundo evoluciona
cada segundo. Que hay enfoques, como el de género, interculturalidad, derechos,
políticas públicas y otros, que están marcando el desarrollo de las sociedades,
desde lo normativo e institucional y otros ámbitos, debido a la persistente
situación de vulnerabilidad, que buscan revertir, en la que aún se encuentran
sectores tradicionalmente excluidos, como el de las mujeres.
Les aterra que el “lenguaje inclusivo” avance y acelere el
proceso de igualdad de género y de combate a los prejuicios de género;
considerando que el lenguaje es uno de los factores clave que determinan las
actitudes culturales y sociales. Por inercia, o la justificación que fuese,
estas personas son reacias a crear entornos de trabajo que abracen la igualdad
y sean inclusivos. Tienen miedo competir, bajo reglas justas, con una mujer.
En ese sentido, una evolución en el lenguaje contribuirá a
cambiar aquellas estructuras mentales obsoletas y retrógradas, marcadas por
estereotipos y mandatos sexistas. Es imperativo un lenguaje incluyente, más equitativo
y justo para todas las personas y en ese ámbito el proceso educativo juega un
papel central.
Entonces no se trata de juego de palabras, es confrontación
con las construcciones socioculturales imperantes. No es ir contra la
sacrosanta Real Academia Española, es darle contenidos a los derechos de las
mujeres. No es terrorismo gramatical, es encarar y cuestionar los roles
comportamientos actividades y atributos que nuestra sociedad otorga -hoy- a los
seres humanos dependiendo de su sexo, etc.
Por eso, situar al hombre como centro de todas las cosas, en
pleno siglo XXI, es delirante. Aceptar su predominio por el solo hecho de ser
hombre resulta irracional. El “lenguaje inclusivo”, en el cometido de
despatriarcalización que se expresa en dominación y opresiones, es una
herramienta valiosa que debemos potenciar; es lo que nos conviene en este
proceso de construcción de sociedades más equilibradas y con oportunidades para
todos y todas.
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